Es verdad. Soy un tipo con suerte. He tenido la experiencia de recorrer todo el litoral peninsular e insular volando en todo tipo de cacharros, desde helicópteros a avionetas, autogiros, ultraligeros pendulares, paramotores y otros ULM (algunos bastante más seguros que otros), y sigo estando aquí para contarlo. Pero lo admito: ahora ya no es lo mismo. Volar ya no me pone.
Al principio sí que lo hacía. Me subía en cualquier aparato con alas por puro placer y ansias de aventura. Me flipaba el reto de tener la experiencia de aprender a volar en todo tipo de aparatos. Pero después de casi 2.000 h de vuelo y de algún que otro aterrizaje y amerizaje forzoso ahora despego solo para conseguir las mejores imágenes aéreas, y ya no tanto por placer. Y siempre, siempre escojo con mucho mimo al piloto con el que voy a despegar. Porque mira que he tenido mala suerte…
¿Sabes por qué ya no me pone? Porque para hacer esas fotos áreas tan espectaculares necesitas volar muy bajo y muy despacio, a punto de entrar en pérdida, lo cual es lo más peligroso que se puede hacer subido en uno de estos cachivaches. Así que ahora, cada vez que busco un piloto con el que volar (pilotar y mirar por el visor de la cámara a la vez es muy mala idea…) y le cuento cuales son mis intenciones me miran con mala cara y se echan las manos a la cabeza: ¡tú estás loco chaval! La cara se les descompone aún más cuando les digo que quiero ir sobre el mar y por debajo de los acantilados, porque si algo falla no nos da tiempo a buscar un sitio en tierra donde aterrizar y te vas al agua sin remedio, lo cual no es la primera vez que me pasa (y te puedo asegurar que lo de menos es que se te moje el equipo fotográfico).
Aterrizajes y amerizajes forzosos: más común de lo que me pensaba.
Te voy a contar lo que me pasó una vez que tenía que sobrevolar el Cap de Creus, en Girona, para hacer las fotos de mi guía de «Todas las Playas de Cataluña I. Costa Brava Norte«, y así seguro que me entiendes. Había quedado con un joven piloto y cuando llegué a la pista de aterrizaje no estaba él, sino su padre. Un hombre muy entrado en canas y con muchísima experiencia de vuelo. Al terminar el vuelo sobre el Cap de Creus le pregunté por su hijo y me dijo que había preferido venir él a volar conmigo a pesar de estar medio jubilado antes de que lo hiciera su hijo. La razón era muy sencilla: había visto morir a otro de sus chavales y prefería arriesgarse él antes de volver a sufrir la misma pesadilla. Era muy consciente de lo peligroso que era el tipo de vuelo que íbamos a hacer y antepuso su vida. Eso es amor de padre.
A las pocas semanas un colega fotógrafo murió en la misma zona por un amerizaje forzoso. R.I.P. Para que luego digáis que son caras mis guías… Algunos lo podemos pagar hasta con nuestra propia vida.
Por cierto, en ese mismo vuelo se me cayó un objetivo (Canon 24-70 mm f 2.8 L-USM) al mar (si lo encuentras buceando que sepas que es mío) mientras cambiaba la óptica por el acojone que llevaba conmigo… Resulta que era un ultraligero pendular totalmente abierto con el motor y la hélice justo detrás de mí, y un pañuelo tipo fular se salió de la bolsa con el viento en pleno vuelo y se enganchó en la hélice haciendo trepidar todo el aparato. Hubo que parar el motor, soltar el pañuelo y volver a arrancarlo sin dejar de planear, y todo ello bien rapidito, claro… Así no me extraña que me temblara el pulso.
En otra ocasión empleé un helicóptero Robinson 22 para fotografiar los campos de golf de Galicia y cuando llegué a la pista de despegue el piloto me mira y antes de darme los buenos días me dice: ¿tú cuánto pesas chaval? Y le dije (mido 1,9 m): – Pues sobre las tres cifras… A lo cual el piloto me contesta: –Uff… no debería cargar más de 100 kg. –Y entonces, ¿qué hacemos?. Le contesté. –Pues nada, vamos a probar a ver qué pasa… Me dijo. Y lo que pasó es que yo no cabía dentro del aparato y tuve que ir con medio cuerpo por fuera, apoyando las piernas en el patín, y que el motor se recalentaba y no se podía hacer vuelo estacionario. Entre eso y que el piloto debía tener problemas de próstata y se dedicaba a aterrizar cada media hora en cualquier sitio para hacer pipi me pasé el día aterrizando y despegando. No veas la cara que ponían los golfistas al ver aterrizar un helicóptero en mitad del campo y al piloto bajando a mear detrás de un árbol… Total, que de lo del Robinson 22 no fue buena idea, así que al día siguiente probé con una avioneta Tecnam y lo que pasó fue que al tipo se le había olvidado poner líquido refrigerante en el depósito y acabamos aterrizando de emergencia en un maizal. Desde aquella experiencia empecé a tomarme más en serio lo de escoger a conciencia el piloto. Y una norma que me impuse fue: “NO MÁS PILOTOS JÓVENES”. Y no es por la falta de experiencia (ya que muchos chavales acumulan gran cantidad de horas de vuelo), sino porque suelen ser más osados. En una ocasión volé con un chavalete que lo único que hacía era intentar impresionarme haciendo loopings con la Cessna, así que me pasé el rato dándome con la cabeza en el techo y el estómago dado la vuelta. Y yo, como no se decir que no…
En fin, que ahora que soy padre me lo pienso tres y cuatro veces antes de subirme con cualquiera en uno de estos aparatos. Debe ser que me estoy haciendo mayor…
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